Emilia Basil: "La cocinera"





Pocos recuerdan un caso tan estremecedor como este, el cual conmocionó a todo el país y su protagonista tuvo varios apodos como "La descuartizadora de San Cristóbal"





Emilia Basil, había nacido en Beirut, Líbano en 1911. Nunca le importó ser una mujer fea, sus problemas familiares y económicos la llevaron a concentrarse más en la supervivencia que en la felicidad.
En los años 40, y por motivos insondables, llegó a la Argentina buscando un futuro mejor.

Se instaló en Buenos Aires en una pensión cercana al puerto. Tenía un par de direcciones de libaneses que estaban viviendo en la ciudad, pero nunca los buscó. Tampoco los conocía. La dueña de la pensión, Dora Ramos, fue quien le enseñó las primeras palabras en español. Emilia le pagaba, pero además le ayudaba en la limpieza y, sobre todo, en la cocina. No lo hacía por afecto hacia Dora sino por puro cálculo. Sabía que era necesario caerle bien a esa mujer, de la que en parte dependía su futuro. La posadera era una mujer acostumbrada a recibir inmigrantes y tenía, además, la manía de comer siempre que aparecía un extranjero le pedía que preparase platos de su tierra. La comida libanesa resultó ser una de sus preferidas y Emilia, por ser la cocinera, logró por primera vez en su vida sentirse aceptada.
Se adapto muy bien al idioma, aunque lo evidente de su origen le valió el apodo de ” La Turca “. Tuvo varios empleos hasta que pudo consolidarse en uno, un frigorifico. No era precisamente una tarea fácil: tenía que levantarse muy temprano, viajar y allí despostar medias reses. Le dijeron que era trabajo para un hombre. Pero la pondrían a prueba, como un gesto de amistad hacia la dueña de la pensión, que ya les había advertido acerca de la excepcional fortaleza física de la libanesa.

Trabajaba más duro que un hombre, llegó a manejar las reses completas, ya que tenia una contextura física que se lo permitía, era muy fuerte para el promedio habitual de mujer.

En ese frigorífico de la zona de Barracas, Emilia consiguió su primer amante local un español bajito y transpirado que hacía lo mismo que ella, cortar las reses en trozos. La relación era clandestina, el hombre era casado. Pero Dora Ramos no tardó en enterarse y en recriminarle el hecho de haber elegido un hombre con el que no tendría chances matrimoniales. Emilia no se molestó en defenderse. "Es lo que hay", dijo.



Pasaron diez años. Emilia vivía siempre en la pensión, siempre cocinaba empanadas y guisos árabes, seguía trabajando en el frigorífico y, acaso, tenía otros amantes. Pero un día, en un bar de Constitución, conoció a Felipe Coronel Rueda, un peruano trece años menor que ella. Morocho, esmirriado, insignificante, Rueda se acercó a la mesa de Emilia a quien ya conocía por haberla visto en el frigorifico. El peruano era el encargado de compras de un restaurante céntrico, y cada vez que iba a comprar la carne se asombraba de ver a esa mujer bajita y musculosa, de manos grandes y rasgos petreos, cortando reses sin levantar jamás la vista de su tabla de trabajo.
A Emilia no le gustaba el hombre. Pero menos le gustaba la idea de quedarse sola o con amantes que no le servían para formar una familia. Rueda, en cambio, se enamoró a pesar de las bromas de sus amigos, que no podían creer que el tipo se quedara con una mujer fea y trece años mayor.

Se casaron pocos meses después y se mudaron a una casa de la calle Garay al 2200, donde instalaron un restaurante llamado Yamile. Por entonces eran los 70 y el matrimonio tenia 3 hijas. La primer hija se llamó Florinda Esperanza. Le siguieron Rosa Isabel y Mirta Emilia.
Ellos vivían en los fondos, lindando con un italiano: José Petriella
Petriella, alias "El Tano", era también inmigranteHabía llegado al país, desde su Italia natal, impulsado por el instinto de supervivencia de esos hombres que le escapan a la guerra. Era plomero, ganaba bien y se había comprado un par de propiedades. También le había enviado dinero a dos de sus hermanos para que vinieran a vivir a Buenos Aires.
Aunque, por aquel entonces, era soltero, amargado, adusto y estaba arruinado. De hecho, era el anterior dueño de la propiedad pero, a causa de una mala administración de su dinero, había terminado vendiéndosela a Rueda.

Basil y Rueda, no llegaban a completar el valor de la propiedad, por lo que convinieron que el dueño anterior, quien les vendía el negocio, podía permanecer viviendo allí sin problemas.
“El Tano”, aceptó la propuesta. Así abrieron el restaurante “Yamile” (nombre de origen árabe que significa mujer bella, graciosa), en la avenida Garay 2.201, en el porteño barrio de San Cristóbal.
Petriella se quedaría, en una piecita del fondo de la construcción, hasta que le saldaram la totalidad de la deuda. El negocio iba bien, tenía buena clientela, especialmente con los empleados de Teleonce, que estaba a sólo un par de cuadras. Facturaba bastante, pero no lo suficiente como para levantar rápido la hipoteca.
Felipe, todas las mañanas, poco después de las 4, salía de la casa para ir a trabajar en una fábrica.
Petriella estaba a gusto en su pocilga, sentía cierta afinidad espiritual con el lugar, como si él estuviera tan arruinado como su vivienda. Pero lo que más le gustaba era la sensación de encierro absoluto, en su cuarto estaba aislado de la calle, y la calle le producía desde siempre un miedo inmanejable. Salía lo menos posible, solamente para cumplir con sus tareas de destapador de cañerías, desratizar  y siempre trataba de combinar los horarios para poder volver a casa cuanto antes.
A todo esto, su cuarto de la calle Garay le había empezado a interesar por otros motivos: le gustaba Emilia.

Emilia cocinaba "Yamile", limpiaba la casa, cuidaba a sus hijas sin el menor asomo de afecto maternal, y a su marido sin ningún gesto de cariño. Pero, por sobre todas las cosas, se aburría. Cada mañana hacía las compras en el mismo almacén, caminaba por las mismas veredas. Emilia se preguntaba cada vez para qué tendría uno que mantenerse en forma, si la vida no tenía mayor sentido ni para ella ni por lo que veía a su alrededor, para nadie.





Cambio de planes



Ya para 1973, "El tano" era un hombre de 60 años. Emilia tenía 58 años, ya le quedaba poco de ese cabello negro azabache tan típico de las mujeres árabes. No ocultaba las canas, no le interesaba. Usaba anteojos para la miopía y vestía casi siempre vestidos enterizos. No era una mujer linda. Pero a Petriella por algo le gustaba.
Era lo opuesto a lo que era él mismo, es decir, carecía de todos los defectos que a él le hacían la vida intolerable. Ella era decidida, fuerte, iba de frente, no le tenía miedo a nada y no le intimidaban la calle ni la prepotencia ajena. Era obvio que podía hacerse cargo de toda una familia. Podría, incluso, hacerse cargo de él.

Cuando el restaurante no facturaba bien, Emilia le dijo a su marido, de mala manera, que ella hablaría y se disculparía con Petriella por el retraso a los pagos convenidos. Lo había visto durante años espiándola a través de la ventana de la cocina, mientras ella martillaba la carne para hacer milanesas o mientras lavaba las ollas y los platos. Con el tiempo, Basil se convirtió en amante de Petriella. Su fealdad primaria se había acentuado de forma notable: estaba arrugada, un rictus amargo le bajaba por la comisura de los labios, y sufría de várices y de una hinchazón crónica en los tobillos. A pesar de todo, el italiano veía en Emilia una mujer potable, que cocinaba bien y sabía llevar su casa; una mujerona como cualquiera de las tantas que recordaba de Italia.

El vínculo entre los dos quedó rápidamente estáblecido, era un vínculo sexual entre una sexagenaria libanesa y casada, y un italiano cuatro años mayor pero soltero.
A Emilia la relación le significó varios logros, el primero, posponer su aburrimiento. También era importante que el italiano no insistiera en cobrar su deuda e incluso, le prestara más dinero. Y, por último, pero no por eso menos importante, el italiano le hacía ver que su edad y su fealdad no eran obstáculos para conseguir un amante. Ella también, por qué no, tenía su costado vanidoso.
Pero si algo no tenía Emilia era paciencia. Menos para sostener situaciones que no le interesaban. Con el correr de los días, y hasta se diría que con el correr de los minutos, el hombre que vivía en el cuarto trasero de su casa pasó de ser un amante a convertirse en un estorbo. Al principio estaba muy claro que se verían siempre que ella fuese de noche a golpearle la puerta, con dos golpecitos débiles, una vez que su marido estuviese dormido. Esto pasaba una vez por semana.
Pero al mes, Petriella empezó a reclamar. Dijo que quería verla con más frecuencia porque se estaba enamorando. Ella se negó. Pero él, de todas formas, empezó a acosarla. Iba a un patio interno de la casa, que tenía una ventana que daba a la cocina del restaurante, y golpeaba. Cuando ella lo miraba, él hacía gestos frenéticos para dar a entender que quería verla. Si ella no levantaba la vista de lo que estaba haciendo, él golpeaba más fuerte. En esos momentos, Emilia lo odiaba. Le parecía aún peor que su propio marido. Y eso era demasiado.
La relación, sin embargo, duró unos cuantos meses más. Emilia, no por compasión, sino para darse un margen para pedirle dinero extra, seguía visitando a Petriella y había incrementado la frecuencia de una a dos veces a la semana. Si podía, incluía una tercera visita adicional, sobre todo cuando su marido se volvía especialmente obsesivo en el recuento del dinero o cuando exageraba su papel de extranjero sufrido y victimizado por las circunstancias.

De hecho, a Emilia no dejaba de sorprenderle que ni su marido ni sus hijas tuvieran sospechas acerca de la relación que mantenía con el inquilino. Se dio cuenta de que ella misma se había convertido en un engranaje más de su familia, pero no le molestó, su familia había dejado de importarle, lo mismo que su amante. Pero, entre las dos opciones, prefería a la familia. Había invertido mucho más ahí que en cualquier otro lado.

Una tarde, Petriella advirtió en Emilia todos los síntomas que él ya conocía por sus experiencias pasadas, escasas pero lúgubres, como otras mujeres, ella lo iba a abandonar. La libanesa lo miraba torcido y le explicaba que en ese momento no se podía quedar a hacerle compañía, y que al día siguiente tendría mucho trabajo, y al otro iría de compras, y que por la noche su marido tenía insomnio, y que, las posibilidades de un próximo encuentro eran mínimas.

Petriella resistió unos pocos días. Pero a la semana no aguantó más: un mediodía fue tan insistente en el golpeteo a los vidrios de la cocina, tan elocuente era la cara que asomó por la ventana, que logró que ella fuera en el acto al cuartito del fondo. Y ahí, por primera vez, dejó de lado la depresiva timidez de su conducta. Le importaba poco y nada la política a pesar de los indómitos y violentos tiempos que corrían. Lo único que tenia en la cabeza era lograr que Emilia se acostase con él otra vez. Iba a jugar sucio para lograrlo:la conminó a seguir adelante con la relación bajo amenaza de pedirle al marido el dinero que le adeudaba y, además, detallarle la índole de la relación que mantenían. De modo que ahí estaba Emilia, con su rodete gris y sus pantuflas, asediada por un hombre que parecía morir por ella.

Emilia no se impresionó. Le dijo que estaba ocupada pero que a la madrugada pasaría a verlo. La libanesa volvió a la cocina de inmediato. Preparó un enorme guiso de lentejas con albóndigas, matambre al horno con papas y milanesas. Mientras picaba, condimentaba y rellenaba, pensaba en las alternativas que tenía por delante. Era claro que no tenía ninguna intención de perder a la familia que había logrado armar, y tampoco iba a dejarse extorsionar por el italiano, la decisión de terminar con él era irrevocable.
Esa noche Emilia decidió dormir. No iría a la cita deleznable, y arreglaría las cosas al día siguiente. Pero no contó con que el hombre, angustiado por la espera, fuera a golpearle la ventana de su cuarto en plena madrugada. Ella escuchó enseguida el llamado, dos golpecitos tenues, miró a su marido, acostado a su izquierda, ocupando un sector mínimo de la cama. Seguía durmiendo, no había escuchado nada.







El dia



La madrugada del sábado 24 de marzo de 1973, ante los requerimientos amorosos de Petriella, simulo aceptar, y una vez que estuvo en una posición favorable. Emilia se levantó de un salto, se calzó las pantuflas cuadrillé, se puso los anteojos y buscó una cuerda de nylon que guardaba en un placard. A todo lo que da, fue a la pieza del italiano. Sabía que si no iba, éste despertaría al marido y le contaría todo. Pero también sabía que si cedía terreno, Petriella impondría condiciones y ella tendría que obedecerle o soportar las consecuencias. Se dio cuenta de que estaba en sus manos, pero no podía tolerar estar en las manos de nadie.
Nunca se sabrá si ella decidió ahorcar a Petriella la noche misma en que él le golpeó su ventana por última vez, o si lo había decidido la tarde anterior, cuando él amenazó con contarle la historia a su marido. Lo que sí es seguro es que cuando buscó y encontró la soga, ya había decidido el destino de Petriella.
Así que fue al cuarto del fondo y entró por la puerta semiabierta. Se acercó a Petriella, que acaso por un instante tuvo la ilusión de que su amada le tendía los brazos al cuello para abrazarlo. Pero lo que Emilia hizo fue estrangularlo con la cuerda de nylon. El italiano ofreció alguna resistencia, pero no fue suficiente: el factor sorpresa había sido decisivo. Emilia, con la mirada tan fija en el cuello de su amante como en su momento la tuviera sobre las reses que cortaba en el frigorífico, lo mató enseguida.
Cuando estuvo segura del crimen, acomodó el cuerpo bajo la cama y volvió a su cuarto. Hacía calor, era el 24 de marzo de 1973 Emilia Basil se quitó las pantuflas y se metió en la cama, con su legítimo esposo. Es más, lo miró y hasta sintió cierta ternura por ese hombre que se había casado con ella a pesar de su edad y de su aspecto, y que vivía su vida sin enterarse de nada.
Con su lógica desapasionada, Emilia amaneció haciendo cálculos. Un problema estaba resuelto, Petriella jamás le contaría nada a su marido. La otra cuestión era más complicada de resolver, había que deshacerse del cadáver ¿ Qué se podía hacer con un muerto? ¿Dónde esconderlo? ¿Dónde tirarlo ?
Estaba claro que no podría arrastrarlo y sacarlo de la casa. Seguramente alguien la vería. El italiano, entonces, tendría que seguir ahí. Pero no podía enterrarlo, no tenían jardín. y si lo dejaba en el fondo, el olor sería insoportable y alertaría a sus hijas y a su marido.
Apeló entonces a su experiencia. Y su experiencia la remontaba a dos lugares: el frigorífico y la cocina. Las reses pesaban mucho, pero no tanto si se trozaban, y la carne se conservaba mejor si estaba cocinada y, además, desaparecía al ser ingerida. Estaba todo resuelto, entonces. A Petriella había que cortarlo en pedazos y después cocinarlo. Se cuidaría, eso sí, de probarlo ella misma, o de ofrecérselo a su familia. Para algo tenía a los clientes de su restaurante.






El hecho




Ese mismo día no haría nada. Pero al día siguiente, su marido estaría en La Plata, adonde tenía que ir para hacer unos trámites, y las hijas jamás estaban durante el día, se iban a trabajar a la mañana temprano y no volvian hasta la noche.
A las diez de la mañana del 25 de marzo, Emilia fue al cuarto de Petriella, llevaba dos cuchillos de cocina que acababa de afilar con una piedra, tal como le habían enseñado en el frigorífico. En cuanto vio el cadáver, se alegró de encontrarlo tan distinto de lo que recordaba de su amante en vida. La muerte lo había vuelto rígido, le había marcado una expresión desconocida en el rostro, le había cambiado el color. Era, casi, como una res. Le sacó la camisa, los pantalones, los calzoncillos y las medias. Cuando estuvo desnudo, lo cortó en pedazos. Buscó las articulaciones y separó brazos, piernas y cabeza. No le dio asco. Se concentró en hacer las cosas bien, como si estuviera trabajando. y una vez que hubo terminado, fué, a su vez, cortando brazos y piernas en más pedazos, aplicaba, a conciencia, una mirada de cocinera. Eran las partes más aptas para el consumo. El tronco y la cabeza, desde ya, no podrían ser usados. No se adaptaban a las recetas que ella conocía desde siempre.
Así, fue llevando en una palangana a quien fuera su amante, trozo a trozo, hasta la cocina. Buscó las ollas más grandes y puso a hervir algunos “cortes”; en unas fuentes para horno puso a asar otros. No se olvidó de condimentar todo. Era probable que la carne humana tuviera un gusto diferente, y había que evitar que alguien sospechara.
Con la carne hervida hizo un guiso y empanadas árabes. Con la carne asada, un salpicón que llenó de mayonesa y huevo duro picado. Cuando todo eso estuvo listo, volvió al cuarto del italiano y encajó el torso en un cajón de manzanas, que sacó a la calle con cierta dificultad. Arriba del torso había puesto cáscaras de fruta y diarios viejos.
En cuanto a la cabeza, la dejaría en hervor hasta que decidiera qué hacer con ella. Por alguna razón, no quería sacarla como si fuera basura, tal como hizo con el tronco. Pensó que la cabeza sería fácilmente reconocible, que la cabeza tenía rostro, que la cabeza tenía ojos.
El Lunes y el Martes, la carne de la victima, paso a formar parte del menú de los comenzales en empanadas criollas, árabes  salpicon, guisos y otros ofrecimientos del “ menú del día . Condimento al amante de tal manera, que no hubo un solo reclamo por parte de los clientes, y hasta llego a recibir elogios, por las empanadas arabes, que ella atribuia a su origen Libanes.

Esa noche, acaso por un gesto indirecto de cariño tardío, Emilia preparó pasta, lo cual sorprendió a la familia, acostumbrada a comer carne en cada comida. “Si no les gusta, cocinen ustedes! Esto es lo que hay”, les gritó Emilia, haciendo alarde de un ánimo sombrío.


Parecía haber hecho el crimen perfecto, pero tuvo la mala suerte que hubo huelga de recolectores de residuos y el cajón quedó varios dias allí que, expuesto al sol, pasó lo que tenía que pasar.
(si no hubiera sido por este hecho, jamás se hubiera descubierto el crimen)






El hallazgo






El miércoles 28 a la mañana,  una vecina vio un cajón de manzanas lleno de hojas de verduras marchitas, desde donde emanaba olor nauseabundo. Los recolectores de residuos no habían pasado esa noche. Esa mujer lo comentó con una de las hijas de Emilia, quien le contó a la madre. “La Turca” le dijo “no lo toques, llamá a la Policía”. Para ese momento, otro vecino había corrido las verduras podridas con un palo y había descubierto el contenido. Eran restos de un torso humano.
El cajon con su macabro contenido se encontraba en la vereda del restaurante Yamil, hacia allí se apuntaron las primeras sospechas. El comisario y tres suboficiales fueron los que ingresaron al domicilio lindante con el bar, así que fue a Emilia (dueña del lugar) a quien dirijieron todas las preguntas las comisión policial presente en el domicilio.


-En el interior del cajón que estaba en su vereda se encontraron restos humanos, ¿puede darnos alguna explicación?
-¿Como voy a tener yo una explicación acerca de unos restos humanos que ustedes dicen que estaban en nuestra vereda. Basil era una mujer menuda de no mas de un metro sesenta de altura y alrededor de cincuenta kilos de peso, que ante la penetrante mirada de los policías, se mostró entera y fría, en ningún momento se puso nerviosa.
Se le formularon algunas preguntas más y se retiraron, no conformes y con la idea de volver pero con una orden de allanamiento para revisar el lugar.
Al llegar a la seccional un pedido de paradero registrado el lunes anterior fue lo que permitió resolver el caso. Uno de los oficiales que estuvo en el lugar del hecho le comento a su compañero las novedades del caso y que habían interrogado al matrimonio Coronel Rueda del restaurante Yamil, al escuchar estos datos el policía fue de inmediato a su escritorio y extrajo el pedido de paradero antes mencionado. Alli estaba la punta del ovillo.





La investigación



Francisco Pietrella habia denunciado la desaparición de su hermano José, un hombre de sesenta y cuatro años que trabajaba como plomero y desratizador, con quien habia acordado encontrarse el sabado por la noche, José nunca acudió a la cita y tampoco desde entonces se habian tenido noticias suyas. Donde empalma todo esto, en la dirección, Garay y Pasco, porque según Francisco, su hermano José, alquilaba allí una pieza a la Sra. Emilia Basil, el mismo lunes que hizo la denuncia se habia presentado en la casa de la Basil perguntando por su hermano y la mujer le dijo que desde el sábado que no lo veian.
Ya con la orden de allanamiento en la mano se dirijieron al bar, la misma Basil fue quien les abrió la puerta. Con total tranquilidad hizo pasar a los doce miembros policiales entre los cuales habia peritos y especialistas en manchas hemáticas y rastros. En primer lugar le preguntaron por su inquilino Jose Pietrella y su respuesta fue la misma que le habia dado a su hermano Francisco, se habia retirado el sábado temprano con su valija a cuestas porque tenia que hacer dos desratizaciones.
El grupo se dividió en tres e inició una labor que simultaneamente comprendió la cocina, las habitaciones y el living comedor de la casa.

Uno de los policías se dirigió a la piecita que ocupaba Pietrella y observo que la valija que supuestamente se habia llevado el dia de su desaparición estaba allí junto a la cama.

-¿Usted sosotiene que su inquilino se fue el sabado temprano a desratizar y nunca volvio? se le pregunto a la Basil.
-Asi es, yo misma la abrí la puerta.
-Qué raro -ironizo el oficial-, se fue y dejo aqui todas sus herramientas y venenos.
Por un momento vieron que la mujer palidecia, pero pronto se recupero y siguio argumentando que quizas José tenia otra valija con los mismos elementos.
Fingiendo poco interes en este detalle, que era muy revelador y comenzaba a desnudar falencias en los argumentos defensivos de la mujer, se continuó con el allanamiento.
Cuando la tarea llevaba mas de una hora y media uno de los oficiales reparó que arriba de un mueble había algo envuelto en diario que en principio parecía una pelota de fútbol, grande fue la sorpresa y el grito cuando al quitar los papeles se encontro con una calavera humana. Uno de los peritos que acompañaron a los policías no vacilo un momento en afirmar que la cabeza había sido descarnada en fecha reciente hirviendola en algun recipiente.





La novedad llevo a los policías a la cocina del restaurante, allí dentro del horno encontraron las piernas y los brazos en dos grandes asaderas, en estado casi de total carbonización, ya que venian siendo sometidos con intervalos durante varios días al calor del horno.
Superado el horror el matrimonio fue conducido a la seccional. En el interrogatorio quedo demostrado que el esposo era totalmente ajeno al crimen y a la relacion amorosa que tenian desde hacia muchos años Basil y su victima.
Lo primero que hizo Emilia Basil en la comisaría fue negar todo. Pero cuando las evidencias la apabullaron, contó cada movimiento, con todo detalle. No lloró. No dijo que estaba arrepentida. No se quebró. Su abogado le dijo que alegara defensa propia. Ella obedeció. En una nueva versión de los hechos explicó que fue su amante quien quiso estrangularla con una cuerda de nylon, y que ella logró arrancársela de las manos y ahorcarlo a su vez.




Mi marido y mis hijas no tuvieron nada que ver, no sabían nada. Fui sola”, declaró ante el juez de instrucción Juan Carlos Liporace. En la declaración.
-¿Por qué lo hizo Emilia?
-"¿Que quiere que le haga? ¡Me molestaba mucho! Y lo único que sé en la vida, es cocinar"
Además, aseguró: “Lo hice y lo volvería a hacer una y mil veces”.





Juicio



La fiscalía pidió dieciséis años para la acusada y el juez de sentencia, Salvador María Lavergne, aceptó. Sin embargo, entró en escena un nuevo abogado de Basil, Pedro Bianchi, quien pidió la nulidad del fallo y la logró. El proceso pasó al juzgado de Jorge Sandro. Al fin, la condenaron a 10 años de prisión, pena que purgó en la Cárcel de Mujeres.





Después del juicio





Emilia Basil salió con libertad condicional en noviembre de 1979. Vecinos contaron que la mujer, ya totalmente encorvada y envejecida, pasó por el restaurante, que ya no existía, y estuvo mirando la casona por algunos minutos.
Un vecino la saludó y le preguntó cómo estaba. Ella sólo le respondió: “¿Y a usted qué le importa?”. Se dio media vuelta para perderse en la Av. Garay entre la gente.
Jamás se la volvió a ver ni se supo mas de ella. Sus hijas siguen vivas y están radicadas en distintas partes de Buenos Aires.
Actualmente, en la misma esquina del restaurante, hay un lavadero de autos.







Un caso que pasó bastante desapercibido en la historia Argentina










Filmografía


La detención de Emilia Basil










El caso de Emlia Basil en la ficción "Mujeres asesinas"






1 comentarios:

  1. Muybiena data.no sabia de este caso.saludos

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