Walter Bulacio


Un ejemplo de la complicidad policial


Walter David Bulacio nacio el 14 de noviembre de 1973 en Buenos Aires, Argentina
Por aquel entonces tenía 17 años. Cursaba 5º año del secundario en el Colegio Nacional Rivadavia. Era estudioso, y le gustaba escribir cuentos. Era fanático de San Lorenzo y de los Redondos, y estaba pensando en ser abogado. Sabía que sus padres no podían pagarle el viaje de egresados, por eso había conseguido un trabajo como “caddie” en el campo municipal de golf.

Walter con sus amigos

El 19 de abril de 1991 Patricio Rey y los Redonditos de Ricotta tocaban en el estadio Obras. Walter
iba a ver por primera vez a su banda favorita juntamente con un grupo de chicos de Aldo Bonzi que alquiló un micro, porque resultaba más barato que viajar en colectivos de línea. A eso de las siete se juntaron en la plaza del barrio. Minutos antes que el colectivo anaranjado arrancara hacia el centro, una mujer de 72 años, morocha y chiquita, le dio el rollito de dinero que había ahorrado para la entrada a su nieto, junto con un papelito con un teléfono: "Cuidate, negrito. Llamame al trabajo cualquier cosa". María Ramona Armas de Bulacio no podía imaginar que esa sería la ultima vez que vería en buen estado a su nieto.

Logo de la banda


A las 9 de la noche llegaron al barrio porteño de Núñez. Los que tenían entradas compradas de antemano se pusieron en la cola. Los que no las habían sacado, se desesperaron al saber que estaban agotadas. Walter tenía la plata que le había dado la abuela para comprar la entrada. Con un amigo dio un par de vueltas, tratando de encontrar un “reventa”. La cosa pintaba pesada, con un operativo policial inmenso. Muchos celulares, patrulleros y colectivos apostados, esperando la orden de empezar a cazar. Los chicos no se resignaron a perderse el recital. Rodeando la reja del Club Obras Sanitarias encontraron un hueco por donde entrar. Apenas unos minutos después volvían hacia la calle y eran subidos a los colectivos a palo limpio por personal policial. Seguramente ni Walter, ni el centenar de detenidos, ni los policías, ni los seis mil adolescentes que se agolpaban en las inmediaciones del estadio, suponían que empezaban a protagonizar un episodio que perduraría en la memoria argentina. Con otros otros chicos fue víctima de una razia feroz y sin sentido como acostumbraba a hacer la policía, en este caso la Seccional 35  a cargo del Comisario Miguel Angel Espósito, la orden era reprimir a esos jóvenes que encontraban en la cultura del rock, una forma de expresión, de libertad, de reclamo, en el marco de un estado neoliberal que se lo devoraba todo en beneficio de unos pocos y en el que las fuerzas de seguridad ocupaban un rol clave para el disciplinamiento y el control social.

Nada diferenciaba ese operativo de las “razzias” que las policías provinciales o la policía federal realizan a diario en recitales o partidos de fútbol en todo el país, deteniendo arbitraria e indiscriminadamente miles de personas por año. Al enorme despliegue de efectivos uniformados, apoyados por patrulleros, camiones de la guardia de infantería e hidrantes, se sumaban las brigadas antimotines, las de la división canes y los colectivos de línea, requisados de la empresa varias horas antes. Un operativo semi privatizado, contratado por la organización del espectáculo a través del mecanismo de “servicios adicionales”.

Después, el operativo "monstruo", como lo definió uno de los policías en la causa penal. Policías de cinco comisarías, decenas de móviles, la razzia, un centenar de detenidos, colectivos de línea requisados para trasladarlos a la 35ª, bastonazos y cachetadas, "puentecito chino" a los que viajaron en los celulares, calabozos.

Sólo 73 de ellos fueron anotados en los libros de la Comisaría 35ª, con jurisdicción en la zona y a cargo del jefe del operativo, comisario Espósito. Las detenciones se produjeron entre quienes estaban “aglomerados” a las puertas del estadio, como explicaría el propio Espósito más tarde, y en algunos bares de la zona que eran remisos a colaborar con la cuota “voluntaria” exigida por la “cooperadora policial”. Un ex policía, oficial en la 35ª a la fecha del suceso, relataría, años después, ante la jueza María Cecilia Maiza, que, para “matar dos pájaros de un tiro”, el comisario decidió aprovechar el servicio contratado por los Redondos para “tumbar” al bar Heraldo Yes, que hoy ya no existe, cuyo propietario se negaba a hacer aportes económicos “espontáneos” a la “taquería”.

Casi todos los clientes que estaban en ese comercio fueron detenidos en forma personal por el comisario Espósito, quien explicó esas detenciones en sede judicial diciendo que “en algunas mesas había botellas de cerveza”, por lo que procedió a los arrestos “para prevenir los males mayores acarreados por la ingesta de bebidas alcohólicas”. No había un solo menor de 18 años entre los parroquianos del Heraldo Yes, ni se labró una sola actuación contravencional por “ebriedad” esa noche en la comisaría.
El traslado de los detenidos a la comisaría fue hecho en los colectivos gentil y gratuitamente cedidos por la empresa de transporte de pasajeros MODOSA, con terminal en la zona, en cuyos talleres los uniformados recibían también, según consta en el expediente, atención mecánica sin cargo para los patrulleros. No hay constancia de qué tipo de contraprestación obtenían a cambio de esos favores los dueños de la empresa de colectivos.
Durante los traslados se produjeron todo tipo de incidentes protagonizados por los efectivos policiales y los civiles detenidos. A medida que los cargamentos de detenidos llegaban a la 35ª, los muchachos eran amontonados en la guardia y salas adyacentes. Algunos de los detenidos exhibían a los policías la entrada para el recital, asumiendo con naturalidad que la policía tenía “derecho” a detener a los que no las tenían. A lo largo de varias horas, los detenidos fueron lentamente “clasificados” por edad y sexo. Los mayores de edad fueron alojados en los calabozos, y los menores -entre ellos Walter Bulacio- fueron llevados a la denominada “Sala de Menores”. Toda dependencia policial debía contar, de acuerdo a las reglamentaciones vigentes a la fecha, con un lugar adecuado para los menores de 18 años, diferente de una celda. Tal infraestructura, en la comisaría 35ª, estaba reducida a un eufemístico cartelito que colgaba sobre la puerta de hierro de un calabozo sin ventanas, con una silla por único mobiliario. Allí fueron encerrados once menores de edad aquella fría madrugada de abril de 1991.

Un testigo declaró que, cuando pudieron ver los libros de la comisaría, que los menores eran, de acuerdo al horario de ingreso, los últimos que habían sido detenidos. Sin embargo, los testigos coincidían en que el grupo en el que estaba Walter fue de los primeros en “caer”, alrededor de las 21:30. La explicación llegó muchos años después, cuando el controvertido ex policía Fabián Sliwa relató ante la jueza que “los menores fueron dejados para el final, anotando primero los mayores”, para “ganar tiempo” y no tener que labrar expedientes.

Sliwa también mencionó acerca del método elegido para decidir qué causa de detención se anotaba en relación a cada detenido. “Era un ping-pong”, dijo. “El oficial me decía ‘a este ponele ebriedad, a aquél para identificar’. Donde dice una cosa podría decir la otra.”.
Una vez tomados los datos personales -fue Sliwa quien los anotó durante gran parte de la noche- los menores fueron llevados de a uno por el largo pasillo que conduce a la sala de menores. Según el ex oficial “arrepentido”, el comisario Miguel Ángel Espósito, enojado con su personal porque se habían excedido en el número de detenidos y ya de madrugada “la comisaría era un despelote” y él no se podía ir a dormir, descargó su ira golpeando a Walter en la cabeza con el machete reglamentario del agente Atienza, mientras éste y el sargento Paloschi lo llevaban por el pasillo.




Lo golpearon, lo dejaron seriamente lastimado y demasiado tarde... 

Los chicos que compartieron el calabozo con Walter contaron que, desde que lo entraron, se quedó muy quieto en un rincón. Tenía frío y estaba muy asustado. Era la primera vez que lo detenían. Por eso, o porque no lo veían bien, le dieron la única silla. Los demás, quizás con más experiencia, se tiraron en el piso e intentaron dormir. Con la naturalización que deliberadamente genera el atropello cotidiano, optaron, en sus propios términos, por “quedarse tranqui”. La expresión aparece textualmente en  una decena de testimonios de los pibes que, preguntados si querían instar la acción penal por privación ilegal de la libertad u otros delitos, contestaron “no”. A medida que pasaron las horas los padres empezaron a llegar a la comisaría a buscarlos, una rutina familiar para muchos.

Al amanecer, sólo Walter y otros dos menores quedaban en la celda. Walter no estaba bien. No podía pararse y hablaba con dificultad. Cuando vomitó, los chicos empezaron a llamar a la guardia. Un rato después los policías llevaron a Walter a la oficina de guardia, donde volvió a vomitar. Uno de sus compañeros de encierro fue obligado a limpiar el piso y a lavar el trapo que usó.

El sábado al mediodía, después de casi 16 horas en la comisaría, una ambulancia llevó a Walter al hospital Pirovano, sin notificar a los padres ni al juez de menores de turno.


La noticia

Ni la abuela ni los padres supieron que estaba detenido, porque el pibe había avisado que del recital se iba directamente a su trabajo en el campo Municipal de Golf, donde fichaba a las 5 de la mañana para ser de los primeros en ofrecerse como caddie a los jugadores tempraneros, que daban buenas propinas. Cerca del mediodía fue liberado el muchacho que tuvo que limpiar el vómito. Ni bien llegó a Aldo Bonzi mandó a su hermana para que avisara a los padres de Walter. Así se enteró Graciela Scavone de Bulacio, la tarde del sábado 20 de abril de 1991, que su hijo estaba detenido en la comisaría 35ª desde la noche anterior.

Graciela y Víctor Bulacio llegaron al barrio de Núñez cerca de las siete y media de la tarde. “Su hijo está internado, porque estaba borracho y drogado”, les dijeron. Corrieron al Hospital Pirovano, pero Walter había sido trasladado al Fernández para sacarle una radiografía, porque el aparato de rayos equis del primero no funcionaba. Cuando llegaron al hospital de Palermo, ya había sido devuelto al Pirovano. Poco antes de las once de la noche, veinticinco horas después de su detención, Graciela y Víctor vieron a su hijo.

“¿Te pegaron negrito?”, contó Víctor que le preguntó. Walter, que ya no hablaba, inequívocamente asintió con la cabeza. Al llegar al Hospital Fernández, sin embargo, todavía articulaba palabras. Cuatro años después, citado como testigo en la causa civil, el Dr. Fabián Vítolo repitió ante el Juzgado en lo Federal Civil y Comercial nº 2 su diálogo con el joven paciente. “Respondía órdenes y preguntas simples, entonces le pregunté si le habían pegado en la cabeza, y dijo que sí. Cuando le pregunté quién le había pegado, dijo LA YUTA” (refiriéndose a la policía)

El Dr. Vítolo ya había declarado dos veces ante la instrucción penal entonces a cargo del Dr. Víctor Pettigiani, la primera en 1991. Consta en el expediente civil que en ninguna de esas oportunidades dijo que había hablado con Walter “porque no se lo preguntaron, y no sabía qué quería decir ‘yuta’”…

El domingo 21 de abril al mediodía, Walter fue trasladado, a pedido de sus padres, al Sanatorio Mitre, incluido en la cartilla de su obra social. Lo acompañaba un certificado del Dr. Tardivo del Pirovano informando “golpes faciales varios de 36 horas de evolución”. Hacía un día y medio que había entrado a la comisaría.

Los días siguientes fueron agitados en el sanatorio. A los padres y a la abuela de Walter se sumaron el resto de la familia, los amigos y compañeros del colegio. No tardaron en llegar los medios, que cubrieron ampliamente la agonía del “estudiante detenido en un recital de rock”. El comisario Espósito, vestido con ropas deportivas, se encargaba personalmente de empezar a construir su defensa, sugiriendo al vecino de Aldo Bonzi, aquel que limpió el vómito, “que no se olvidara que en la comisaría los trataron bien”.


El fatidico final

El 26 de abril de 1991, una semana después de su detención, Walter Bulacio murió. Desde entonces, el operativo del 19 de abril de 1991 en el estadio Obras dejó de ser una razzia más entre tantas, para convertirse en “la noche que se llevaron a Walter”. En la comisaría, quedó el graffiti rudimentariamente grabado en la pared de la sala de menores: “JORGE, WALTER, KIKO, ERIK, LEO, NICO, NAZARENO, BETU Y HECTOR. CAIMOS POR ESTAR PARADOS. 19/4/91”.


La autopsia

Walter fue diagnosticado traumatismo craneano. Presentaba golpes faciales varios de 36 horas de evolución. Tambien se encontraron huellas inequívocas de golpe con objetos contundentes en miembros, torso, cabeza y extremidades


La denuncia

El 1º de mayo de 1991 hacía frío y llovía. Víctor Bulacio se encontraba en un bar al lado del viejo Canal 13, donde él y los compañeros de colegio de su hijo habían sido entrevistados por Liliana López Foresi.  “Quiero llegar al fondo, quiero saber lo que pasó con Walter y que se castigue a los responsables”. En menos de 48 horas estaba presentada la querella en la causa judicial, que ya había cambiado de juzgado.

Inicialmente intervino el Juzgado de Menores nº 9, del Dr. Víctor Pettigiani. Al producirse la muerte de Walter el día 26 de abril, el Dr. Pettigiani se declaró incompetente y remitió las actuaciones al Juzgado de Instrucción de Mayores nº 5, del Dr. Barbarosch. Allí se pudieron presentar las primeras dos declaraciones testimoniales, tomadas por el secretario del juzgado, el Dr. Gustavo Ferrari. Jorge C. de 17 años y Jorge “Kiko” M., de 15, eran los dos menores que estaban con Walter cuando su descompostura se hizo evidente.


El primero era el vecino de Bonzi que mandó avisar a la madre de Walter, el mismo que tuvo que limpiar el piso de la comisaría, y al que Espósito “recordó” en el sanatorio Mitre lo bien que lo habían tratado. El segundo había visto a Walter por primera vez en el calabozo. Igual que haría la mayoría de los demás detenidos, hablaron de la brutalidad del operativo, de las detenciones y de los traslados con la naturalidad con que se habla de algo cotidiano asumido como normal. A pesar de que ninguno de ellos se consideró damnificado ni quiso instar la acción penal, el juzgado ordenó extraer copias autenticadas de sus declaraciones para que un juzgado de menores investigara posibles delitos cometidos contra otros jóvenes, además de Walter.

El Juzgado de Mayores nº 5 estaba vacante debido a un serio problema de salud sufrido por el Dr. Barbarosch. Lo suplieron sucesivamente el Dr. Luis Niño y la Dra. Silvia Cosoy. Fue el primero de ellos quien suscribió la decisión de dividir la causa, reservando para el juzgado de instrucción la investigación de la muerte de Walter y remitiendo a un juzgado de menores la cuestión de las circunstancias que rodearon la detención.

Los testimonios de los dos chicos pasaron al juzgado del Dr. Miguel Del Castillo (Menores nº 16), quien aceptó la oposición a que se dividiera la causa. El juez Del Castillo reconoció que no se podía sacar del contexto de violencia relatado por los jóvenes testigos la ocurrencia de la muerte de Walter Bulacio, ni analizar tales circunstancias olvidando que en ese marco se había producido la muerte de un menor. El 22 de mayo de 1991, la Cámara Nacional de Apelaciones resolvió la cuestión, ordenando la intervención del Juzgado de Instrucción de Menores nº 9.

El 24 de mayo de 1991, reunificada la causa ante el juez Pettigiani, y levantado el secreto del sumario, se pudieron ver las actuaciones.


Lo que llamó la atención fue un informe, a fojas 7 del entonces delgado expediente, firmado por el comisario Miguel Ángel Espósito, titular de la 35ª. Se trataba de una respuesta al requerimiento de la comisaría 7ª, que inició las actuaciones por denuncia de los médicos del Sanatorio Mitre, en la cual, con el característico lenguaje policial, Espósito informaba que había procedido a la detención de mayores y menores en oportunidad del recital de Patricio Rey y los Redonditos de Ricotta pues los jóvenes se encontraban “aglomerados en las inmediaciones del estadio sin causa justificada”.
Luego venía la sorpresa: respecto de los menores, explicaba Espósito, no se informaron las detenciones al juez de turno “por aplicación del MEMO 40”. Esta afirmación, deslizada como algo natural por el comisario, se convertiría en la gran discusión jurídica que llegaría hasta la Corte Suprema y la Corte Interamericana de DDHH, ya que se trataba de una comunicación administrativa policial (orden interna) que desde hacía 26 años la policía federal aplicaba sistemáticamente en casos de detenciones de menores, y que, básicamente, establecía que, aunque la primera obligación legal de un policía al detener un menor de 18 años era dar aviso al juez de menores para que éste determine la conducta a seguir, cuando el personal instructor considerara que eso no era necesario, podía no hacerse.

Fue necesario que muriera Walter Bulacio para que el Memorandum 40 tomara estado público, pero la respuesta institucional demostró que en realidad el sistema informal era el que resultaba funcional para todos. No hubo un pronunciamiento judicial que condenara de inmediato la asunción por parte de la policía de facultades legislativas, ni una ley del congreso que reafirmara su propia competencia. Con la misma arrogancia legisferante con que fue dictado en 1965 por la policía federal, el memo fue derogado por el jefe de la policía Jorge Passero, quedando como una mera cuestión interna de cambio de opinión de la jefatura

Un ejemplo perfecto de cómo aun las garantías escritas, declamadas como grandes conquistas por los defensores de las instituciones, ceden ante las necesidades represivas del sistema, poniendo en evidencia su esencia.




Uno de tantos juicios

Con la comprobación de que por lo menos 73 personas habían sido detenidas sin causa alguna, más el agravante de la situación de clandestinidad de los detenidos menores de edad, uno de los cuales había muerto, el 28 de mayo, el juez Pettigiani resolvió detener y procesar al comisario Espósito por los delitos de privación ilegal de la libertad, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público. Espósito fue indagado con la asistencia del Dr. Federico María Hierro, abogado de planta del ministerio del interior. Dos horas más tarde, el juez le concedía la excarcelación, beneficio que conserva hasta el día de hoy. Inmediatamente después se dispuso el secreto del sumario, y durante ocho meses no se pudo acceder al expediente, lo que no impidió, con lo que se sabia hasta entonces, que reclamáran por escrito el procesamiento y prisión preventiva de Espósito por el delito de tortura seguida de muerte, y del resto de la cadena jerárquica policial, hasta llegar al ministro del interior, Julio Mera Figueroa, por no haber adoptado las medidas necesarias para evitar la comisión del delito de tortura en una dependencia bajo su mando.

Sobre el filo de la feria judicial de enero se levantó el secreto del sumario. Casi un centenar de personas que habían estado detenidas (una buena parte, no anotados en los libros de la comisaría) y unos cincuenta policías habían declarado, los primeros como testigos, y los segundos como “imputados no procesados”, la vieja figura del código procesal penal que entonces regía, que habilitaba a tomar declaraciones informativas, en la práctica casi una testimonial, pero con todas las garantías de una indagatoria. Los testigos civiles coincidieron en describir que el operativo estaba montado desde antes que se iniciara el recital; que las detenciones comenzaron sin motivo objetivo alguno, también antes que sonara el primer acorde en el escenario, mientras la gente hacía fila para entrar; que preferentemente eran detenidos los que no tenían entradas; que todos fueron maltratados, y golpeados, o vieron que otro fuera castigado. Salvo los once menores que compartieron el calabozo con Walter, que presenciaron parcialmente el inicio de su agonía, en el tumulto generalizado de las corridas y detenciones nadie reparó especialmente en él.

Las declaraciones de los policías hacen parecer la prosa mágica de García Márquez un simple informe meteorológico. Cuarenta y nueve policías afirmaron, con mínimas variantes, que “no vieron incidentes”, que “estuvo todo normal”, que “todos guardaron compostura”, que “estuvo todo tranquilo”, que “hubo aglomeraciones, pero no incidentes”. Ninguno admitió haber realizado detenciones. Sólo cuatro efectivos de la 35ª, un par de la 23ª y el grupo de la montada admitieron que vieron personas detenidas esa noche, aunque negaron haber intervenido. En una palabra, casi cien personas se arrestaron solas.

Un policía de apellido Villagra dijo que “le ordenaron ir en el colectivo de la línea 151 a llevar gente a la comisaría, pero no sabe si eran detenidos”. Otro policía, Albornoz, dijo que “vio un colectivo circulando continuamente con gente en su interior y policías, pero no puede afirmar adónde iban”. Un tal Guaita “vio gente en la 35ª cuando fue a cambiarse, pero no sabe si eran detenidos o demorados porque ya no estaba de servicio”. Pero el premio a la creatividad se lo llevó el agente Barrios, que juró que no vio que nadie fuera detenido porque estuvo las ocho horas de su servicio en la puerta principal de acceso del estadio, de espaldas a la calle, y nunca se dio vuelta.

Tampoco tuvieron desperdicio las diferentes “justificaciones” para las detenciones ensayadas en sus distintas declaraciones por el comisario Espósito y el subcomisario Muiños. Dijeron que detuvieron personas porque “se hallaban en las inmediaciones del estadio sin causa justificada”; porque “no acataban las directivas de la policía y bailaban fuera del estadio”; porque “es costumbre de Los Redonditos de Ricotta simular retirarse y volver a ejecutar sus canciones en forma imprevista y repentina, lo que origina violentos encontronazos entre los que salen con los que pugnan por ingresar, generándose peleas y avalanchas, justificándose así el operativo”; porque “con el fin de prevenir el mal mayor que trae la ingesta de bebidas alcohólicas se detuvo a los parroquianos del Heraldo Yes”; finalmente, “por romper el orden en las filas de ingreso”.
Todos los policías dijeron que no sabían exactamente quién estaba a cargo. Uno de ellos, sin ponerse colorado, dijo que sólo vio a los bomberos en el lugar. Tiempo después, y merced a ciertas confidencias motivadas por la conciencia abrumada de un funcionario judicial que intervino en la instrucción, se supo que el subcomisario Alberto César Muiños, abogado y tercer jefe de la dependencia, fue el encargado de preparar las declaraciones policiales, indicando lo que cada uno debía decir. El “monje gris de la defensa”, como lo llamó ese funcionario judicial, seleccionó uno a uno al personal que blanquearía como presente en el operativo, eligiendo los más “hábiles declarantes”. Esto quedó comprobado en febrero de 1995, cuando desde la cárcel de Caseros pidió declarar el ex oficial Fabián Sliwa, que además de señalar a Espósito como autor del golpe fatal recibido por Walter y de explicar cómo funcionó la razzia, dijo que Muiños lo excluyó de la lista de policías que pondría a disposición del juez pues no se iba a atener al libreto oficial.

Mientras esto ocurría en la causa penal, la policía federal ya había resuelto que el comisario Espósito era inocente. El sumario interno, respecto del cual el ministerio del interior es la autoridad jerárquica, concluyó, el 29 de mayo de 1991, es decir, apenas a 40 días del hecho, que “No surge extralimitación en el accionar del susodicho y corresponde suspender toda actividad disciplinaria relacionada al hecho”. Ese sumario sería reabierto más de una década después, cuando el fiscal general de investigaciones administrativas, Alejandro Garrido, pidió que se exonerara a Espósito, una de las sanciones impuestas al estado argentino por la Corte Interamericana de DDHH en su condena de septiembre de 2003. Por descontado que no hubo modificación alguna a lo resuelto un mes y diez días después de la muerte de Walter Bulacio, y Miguel Ángel Espósito, aunque retirado, siguió perteneciendo a la PFA hasta septiembre de 2008. Sólo entonces, después de que la Corte IDH convocara una inusual audiencia de seguimiento del (in)cumplimiento de la sentencia dictada cinco años antes, el ministro Aníbal Fernández anunció que el comisario había sido exonerado

En los primeros días de febrero de 1992, la querella hizo una larga presentación ante el juez Pettigiani, analizando las declaraciones testimoniales y las de los policías, reiterando que se debía dictar la prisión preventiva del comisario Espósito por aplicación de tormentos, y el procesamiento de toda la cadena de mandos policial a la fecha de la detención y muerte de Walter Bulacio, en especial del jefe de policía, comisario general Jorge Passero, del subcomisario Alberto Muiños, de personal subalterno y del ministro Julio Mera Figueroa. El Dr. Chávez Paz era el fiscal de la causa, es decir, el funcionario investido con la pretensión punitiva del estado y la titularidad de la acción penal. En una entrevista, por esos días, con los abogados de la querella, el funcionario dejó bien claro que lo de “representar los intereses de la sociedad” debe entenderse como “representar los intereses de la clase dominante”. “La culpa la tuvo el rock”, aseguró. “Yo no dejo a mi hija adolescente ir a recitales de rock porque es una música que fomenta la violencia”.  El 12 de febrero, el fiscal pidió el sobreseimiento del comisario Espósito y el archivo de la causa, considerando que “contra los dichos de los jóvenes se contraponen las versiones del personal policial”.

Este sería el primero de la larga serie de dictámenes y resoluciones judiciales que se acumulan en la causa, demostrando que, para el estado argentino, y todos sus gobiernos desde 1991, el caso Bulacio ha resultado bastante más que la investigación sobre las circunstancias en que murió un adolescente después de ser irregularmente detenido. No alcanza, para entender la contumaz defensa de la legalidad del operativo de abril de 1991, suponer que hubo solamente una decisión política de proteger al comisario Espósito. Esto ocurrió, efectivamente, y de manera muy evidente, durante la presidencia de Carlos Menem, cuyos sucesivos ministros del interior, Mera Figueroa, Manzano y Corach se ocuparon personalmente de presionar jueces y de garantizar la mejor defensa técnica para su subordinado, incluso aportando fondos reservados para afrontar los costos crecientes. Pero para cuando De la Rua, Duhalde y Kirchner sucedieron a Menem, el comisario ya no conservaba vínculo personal o institucional alguno que diera razones para la sostenida serie de decisiones judiciales que, llegando en algunos casos al disparate, muestran sin fisuras que todos los gobiernos se propusieron silenciar el caso Bulacio, garantizar la impunidad de los responsables y preservar sus herramientas represivas.

La forma compacta en la que jueces, camaristas y ministros de la corte han hecho causa común para cerrar la investigación, incluso desobedeciendo la sentencia de la Corte Interamericana que llegaría en septiembre de 2003, sumado a los esfuerzos del poder ejecutivo y del poder legislativo en la misma dirección, sólo cobra sentido cuando nos apartamos un poco de los hechos, e identificamos lo que verdaderamente se discute en esta causa: el sistema de facultades policiales para detener personas arbitrariamente.


De acuerdo al procedimiento que entonces regía, el viejo código procesal penal que todavía hoy se aplica a esta causa, el juez dictó la prisión preventiva -sin revocar la excarcelación- de Miguel Ángel Espósito solamente por el delito de privación ilegal de la libertad calificada, y lo sobreseyó respecto de todos los demás delitos. La defensa, ya a cargo de Pablo Argibay Molina, apeló. El recurso, supuestamente por riguroso sorteo, fue recibido por la Sala VI de la Cámara, integrada entonces por los Dres. Carlos Elbert, María Cristina Camiña y Carmen Argibay, que tuvo que excusarse por ser prima hermana del defensor del comisario.

El 19 de mayo de 1992 los dos primeros camaristas, de gran prestigio como “garantistas” y defensores de las libertades democráticas, resolvieron revocar la prisión preventiva afirmando que “aunque el procedimiento [de detenciones de menores al amparo del Memo 40] fue a todas luces inconstitucional, Espósito pudo no ser consciente de ello”, y, además, porque el uso de esa norma policial, aunque contraria a las leyes y a la constitución, era “una práctica policial habitualmente vigente”, lo que le daba suficiente legitimidad.

Aunque, con posterioridad, la Cámara se superó a sí misma y produjo fallos todavía más dislocados, esa frase es el resumen de toda la discusión técnica en la causa Bulacio. Si el Memo 40 se venía aplicando sin fisuras desde hacía 26 años; si los jueces ni se habían preocupado por saber qué pasaba cuando un menor de edad era conducido a una comisaría, y en los pocos casos que supieron de la existencia del procedimiento inventado por la policía, lo habían convalidado y mantenido en secreto; si, en definitiva, esa era una práctica policial habitualmente vigente, ¿Cómo tolerar que, con la excusa de un rockerito muerto, lo vinieran a cuestionar, lo denunciaran públicamente, y pusieran en crisis todo el mecanismo que tan bien funcionaba para asegurar el orden?.

El juez Pettigiani de inmediato sobreseyó provisoriamente al comisario, aunque para proteger su conciencia dejó a salvo su desacuerdo con el fallo de la Cámara. La querella apeló, reclamando el procesamiento. También la defensa recurrió a la Cámara, pidiendo un sobreseimiento definitivo. Empezaban a fijarse las posiciones en la larga batalla que ya lleva más años que los que tenía Walter cuando una práctica policial habitualmente vigente lo mató.



Marchas



El proceso judicial se fue desarrollando paralelamente a la movilización popular, con una profunda relación entre uno y otro escenario. El mismo día que asumieron la representación procesal de los padres de Walter, miles de jóvenes se reunieron frente al Colegio Nacional Rivadavia, en la Avenida San Juan, para marchar hacia el congreso. Lejos de las vueltas judiciales que tendría el expediente, desde ese primer momento estuvo claro cuál era el eje de la movilización popular. Las consignas contra los edictos policiales, la Doble A, el gatillo fácil y las torturas policiales surgían y se extendían naturalmente.

En la segunda marcha, un grito se hizo unánime, y se quedaría para siempre: YO SABÍA, YO SABÍA, QUE A WALTER LO MATÓ LA POLICÍA. En las canchas de fútbol, en los recitales, en las marchas contra el gatillo fácil o en los escraches a comisarías, más temprano que tarde, se escucha esa consigna, a veces cambiando el nombre de Walter por otro, a veces generalizando “a los pibes los mató la policía”. Hoy gritan Yo sabía… chicos que no habían nacido o eran bebés cuando mataron a Walter, pero que saben, saben porque no necesitan que nadie les explique cuál es el rol de la policía, porque lo viven cada día de su vida.



Pasa el tiempo...

En 1999, el Estado argentino ofreció una indemnización a la familia de Walter para que la demanda no siguiera adelante, pero los Bulacio la rechazaron, dijeron que no buscaban plata y querían el reconocimiento del Estado en la muerte del joven. La causa en la CIDH siguió adelante. En  2002 prescribe la causa contra Espósito, pero un año mas tarde, en el 2003 el Estado argentino reconoció ante la CIDH que Walter “fue víctima de una violación a sus derechos en cuanto a un inapropiado ejercicio del deber de custodia y a una detención ilegítima”. La CIDH ordenó que se “adopten las acciones ‘enérgicas’ para evitar la prescripción de la causa”, se indemnice a la familia y “sean investigados y sancionados quienes permitieron la impunidad de este caso”.

Víctor Bulacio, consciente de que la pelea por venir no se podía limitar a intervenir en la causa penal, iniciada recién cuando el pibe llegó golpeado al Sanatorio Mitre, decidió sumarse a un pequeño grupo de militantes antirrepresivos de los que le habló una vieja conocida de luchas gremiales. Y trajo a su mamá con él, que encabezaría la movilización los siguientes años.



"El comisario tenía un equipo de gimnasia azul con rayas blancas", declararía la abuela Mary, que vio la escena. Y agregó: "Era morocho y narigón, parecía un pájaro". Mary no sabía que el apodo de Espósito en la Federal era, justamente, "El Aguilucho", en parte por su prominente perfil, en parte porque a su padre, "respetado" comisario de los ’70, le decían "El Águila Espósito".



¿Que fue de la familia Bulacio?

Algunos de los hermanos y hermanas de la Rosa Scavone fallecieron como consecuencia de cuadros depresivos y que sus cuñados también sufrieron problemas de salud.

Los padres de Walter estaban separados y Víctor tuvo dos hijos más producto de otra relación: Matías y Tamara Bulacio. Esos dos chicos no fueron criados por sus padres, sino que Matías se fue a vivir con Scavone y Tamara con su abuela paterna, María Ramona Armas de Bulacio, quien consideraba al asesinado Walter su "nieto preferido".

Victor Bulacio era trabajador y aportaba económicamente a la familia. Tras la muerte de su hijo enloqueció y su vida se derrumbó. Comenzó a faltar al trabajo hasta que sus empleadores lo despidieron, tras lo cual, realizó trabajos temporales, empezó a "consumir drogas y se fue de su casa. Sufrió dos infartos y debió ser sometido a una operación aparentemente sencilla, luego de la cual murió.

 Lorena Beatriz Bulacio tenía 14 años cuando mataron a su hermano Walter. A raíz del hecho tuvo muchos problemas de salud. Padeció de una depresión muy profunda, luego tuvo bulimia y debió ser internada varias veces para salvar su vida.



El dolor los une

Tras cumplirse los 25 años de este hecho, Familias y amigos de víctimas de violencia policial e institucional fueron acompañados hoy por centenares de militantes de organizaciones políticas y sociales que marcharon por la Avenida de Mayo desde el Congreso hasta la Plaza de Mayo en presentación de la Campaña Nacional Contra Las Detenciones Arbitrarias.










Tamara Bulacio declaró en la misma: "La que verdaderamente mantuvo el reclamo de justicia fue mi abuela, que mientras estuvo viva encabezó todas las manifestaciones, ella me empezó a traer a mí cuando cumplí ocho años.En la causa de la muerte de Walter no hubo justicia, con la excusa de su salud al comisario responsable (Miguel Ángel Espósito) quedó libre; y por eso vamos a seguir movilizando hasta que los jueces cumplan con su deber y garanticen los derechos de todos. Esta marcha no se trata solo de Walter, sino de visibilizar que lo que le pasó a mi hermano le sigue pasando a un montón de pibes y pibas porque hay prácticas policiales que no cambiaron y porque la justicia nunca se ocupó de garantizar los derechos de todas estas víctimas"


Sobre Walter y el juicio agrega: "Es un dolor que llevamos todos en la familia porque siempre nos preguntamos: ¿Qué hizo Walter para que lo detuvieran? El sólo quería ir a un recital de rock.  El juicio, aunque no se está juzgando a Espósito por la muerte de Walter, nos sirve al menos para que nos den un poco de justicia. Alguien tiene que pagar por lo que pasó, por Walter, por mi viejo, por la madre de Walter, por todos nosotros."


María del Carmen Verdú, abogada e integrante de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), dijo: “el caso de Walter Bulacio no fue el primero que registramos, la lista ya tenía algunos centenares de muertes similares; pero desde la muerte de Walter para acá la lista de víctimas fatales de la violencia policial ya es de más de 4,700. La violencia de las fuerzas de seguridad contra los pobres no se va a acabar hasta que no se cambie el paradigma de un estado que necesita mantenerlos oprimidos para garantizar las ganancias y privilegios de los que manejan los negocios. La campaña que lanzamos hoy contra las detenciones arbitrarias es una necesidad imperiosa, porque las políticas de ajuste que este gobierno ha venido construyendo en apenas cuatro meses han venido acompañadas de la consolidación de normas y herramientas represivas cómo el protocolo para protestas sociales o el fallo del Tribunal Superior para que la policía pueda retener a alguien sin documentos"

El Indio Solari, lider de Los Redondos, dedicó unas palabras sobre Walter Bulacio

"Se murió un redondo, cuál es?" Esto han puesto en mi boca y yo no puedo haber dicho eso nunca.
Jamás le sugerimos a la mamá de Walter que no televisara su dolor. Recupero el texto de lo expresado por nosotros en esos momentos,donde queda claro que nos referimos a nuestra manera de ver la circunstancia social en que sucedió el crimen y el aprovechamiento de varios "notables" demagogos a los que la muerte de Walter les importaba poco y nada. Es probable que de haber concurrido hubiéramos compartido la primera fila codo a codo con personajes como Varela Cid, por ejemplo,
(hoy un desconocido para los jóvenes) al mismo tiempo que los cronistas nos vaciaban de nuestra genuina tristeza mientras firmábamos autógrafos.



(Lo dicho en su momento)

Desde siempre hemos preferido no televisar nuestros sentimientos, así como también no propiciar vínculos institucionales que actúen de mediadores en nuestras relaciones de exclusivo carácter emotivo. Somos, por el momento, nuestros propios testigos…y es bastante.
Por las características de la dinámica televisiva, los medios de información apelan a discursos efectistas que degradan los sentimientos. Por ejemplo: el repetir los actos de dolor porque la grabación lo exige. La gracia final, siempre, es mantenernos entretenidos. La esclavitud  ante estos canales provoca una dificultad casi absoluta. Este estilo político televisivo está inundando nuestros pensamientos, nuestras pasiones y nuestros sueños.


Una increible coincidencia le tocaría al Indio Solari años posteriores. En uno de sus recitales en Olavarría en 2017, fallece Juan Francisco, de 36 años. Su apellido era Bulacio




Walter fue convertido en los rostros que simbolizarían por décadas la organización y la lucha antirrepresiva en Argentina. El rostro de Bulacio está grabado en las banderas del mundo del rock.

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